¿Cómo hago para que escuchen mi punto de vista? ¿Cómo consigo que me hagan caso? ¿Cómo consigo formar parte de la discusión? Estoy convencida de que también algunos hombres sienten lo mismo, pero si hay algo que une a las mujeres de los más diversos antecedentes y procedencias, de todos los colores políticos y en todos los ámbitos laborales y profesionales, es la experiencia clásica de la intervención fallida. La situación es la siguiente: en una reunión, una mujer hace una observación, le sigue un breve silencio y, tras unos incómodos segundos, un hombre retoma su argumento allí donde lo había dejado: «Lo que estaba diciendo es que…» El efecto es como si nunca hubiera abierto la boca , y termina culpándose a sí misma y a los hombres a cuyo exclusivo club parece pertenecer la discusión.
Aquellas mujeres que, como Mesia en el foro o Isabel I en Tilbury, consiguen hacerse oír, a menudo adoptan una versión de la vía «andrógina», imitando conscientemente aspectos de la retórica masculina. Eso fue precisamente lo que hizo Margaret Thatcher cuando reeducó su voz, demasiado aguda, para darle el tono grave de autoridad que sus consejeros creían que le faltaba. Sí funcionó, quizás no sea correcto criticarlo, pero este tipo de tácticas contribuyen a que las mujeres sigan sintiéndose excluidas, imitadoras de papeles retóricos que no perciben como propios. Dicho sin rodeos, que las mujeres pretendan ser hombres puede ser un apaño momentáneo, pero no va al meollo del problema.
Hemos de pensar, fundamentalmente, en las reglas que rigen nuestras intervenciones retóricas, y no me refiero a la consabida afirmación de que «después de todo, los hombres y las mujeres hablan lenguas diferentes» (y si lo hacen es sin duda porque se les ha enseñado diferentes lenguas), ni pretendo tampoco sugerir que sigamos por la senda de la psicología pop de que «los hombres son de Marte y las mujeres de Venus». Mi impresión es que si queremos avanzar de verdad en la «cuestión de la señorita Triggs», hemos de volver a algunos de los principios básicos de la naturaleza de la autoridad hablada, de aquello que la compone y de cómo hemos aprendido a oír autoridad allí donde la oímos. Por consiguiente, en vez de impulsar a las mujeres a reeducar la voz para tener un tono agradable, profundo, ronco y totalmente artificial, deberíamos analizar las fallas y fracturas que subyacen en el discurso masculino dominante.
Mary Beard. Mujeres y Poder. Un Manifiesto
