Los estudios han demostrado que los líderes que muestran confianza y asertividad activan circuitos neuronales asociados a la confianza y la autoridad. Sin embargo, esta percepción no se distribuye uniformemente entre los géneros. El condicionamiento social y las respuestas neurobiológicas se entrelazan, dando lugar a prejuicios profundamente arraigados que favorecen los rasgos de liderazgo tradicionales, a menudo codificados como masculinos. Las mujeres, a pesar de poseer un grado de competencia igual o superior, se encuentran a menudo ante un complejo dilema: si son asertivas, pueden ser percibidas como demasiado agresivas; si son empáticas, corren el riesgo de que se considere que tienen menos autoridad.
Nuestra forma de hablar da forma a nuestra manera de pensar y, por lo tanto, a cómo lideramos. La hipótesis de Sapir-Whorf sugiere que el lenguaje estructura nuestra realidad, influyendo en nuestra percepción y nuestra toma de decisiones. Las investigaciones en el campo de la lingüística realizadas por Deborah Tannen ponen de relieve cómo las pautas de comunicación propias de uno y otro género influyen en las dinámicas del entorno de trabajo. Las mujeres son más propensas a utilizar el lenguaje colaborativo, las formulaciones prudentes y las frases inclusivas (por ejemplo, “deberíamos considerar”), mientras que los hombres tienden más a emplear un lenguaje directo y declarativo (por ejemplo, “haremos esto”). Estas diferencias influyen en la percepción del liderazgo: el lenguaje directo suele equipararse con la confianza y con un carácter resolutivo, mientras que el colaborativo puede malinterpretarse como inseguridad. Además, los estudios realizados en el lugar de trabajo indican que los hombres hablan aproximadamente el 75% del tiempo en las reuniones, lo cual refuerza la percepción de autoridad. Es probable que las mujeres, para no resultar demasiado asertivas, se autocensuren, lo cual agrava aún más la brecha de liderazgo. El lenguaje no es solo una herramienta de comunicación; es un mecanismo de poder que determina quién es visto como un líder.
Para contrarrestar estos prejuicios lingüísticos, los programas de formación en liderazgo deberían hacer hincapié en la importancia de la flexibilidad lingüística. Animar a las mujeres a adoptar estilos de comunicación asertivos y, al mismo tiempo, promover una mayor receptividad al discurso colaborativo entre los hombres puede contribuir a crear una dinámica de liderazgo más equilibrada.
El lenguaje está profundamente entrelazado con el poder, ya que configura y refuerza las jerarquías sociales tanto de manera sutil como manifiesta. La forma de hablar de las personas –con sus acentos, dialectos, jergas o fluidez en las lenguas dominantes– suele indicar su estatus social y el acceso que tienen a las estructuras de poder. Las normas lingüísticas estandarizadas tienden a reflejar la manera de hablar de los grupos dominantes, marginando a quienes hablan de una manera percibida como “no estándar” o “inferior”. Esta dinámica es evidente en los entornos profesionales, donde un habla culta y elocuente suele asociarse a competencia, mientras que la diversidad lingüística –como los acentos regionales, el habla característica de ciertos grupos étnicos o la fluidez no nativa– puede activar prejuicios y limitar las oportunidades de movilidad e influencia sociales. El poder de la lengua está institucionalizado en el derecho, el mundo académico y la empresa, donde la capacidad para desenvolverse en los sistemas lingüísticos dominantes da acceso a puestos de decisión y a oportunidades económicas.
Más allá de las interacciones individuales, el lenguaje es una herramienta sistémica de control, utilizada por las élites para definir las narrativas y encauzar los debates sociales. La retórica política, los discursos de los medios de comunicación y el lenguaje jurídico conforman el consenso colectivo, determinando qué voces serán amplificadas y cuáles serán silenciadas. El uso de la jerga técnica en disciplinas especializadas como el derecho, la medicina y las finanzas, por ejemplo, puede actuar como un mecanismo de selección, reforzando las distinciones de estatus al hacer que el conocimiento sea inaccesible para los excluidos. Del mismo modo, el dominio de las lenguas globales –como el inglés en los negocios internacionales y en el mundo académico– privilegia a quienes las dominan, mientras que perjudica a otros cuyas ideas y perspectivas culturales pueden pasar desapercibidas. De esta manera, la lengua no es solo un medio de comunicación, sino una poderosa fuerza que estructura las dinámicas del poder, influyendo en quién tiene la palabra, quién es escuchado y quién ostenta la autoridad en la sociedad.
Katharine D’Amico y Josep Ballesté. El código invisible de género: las trampas del liderazgo femenino. Harvard Deusto Business Review



Este tema me parece muy importante y actual. A menudo se espera que las mujeres líderes sean fuertes pero también amables, firmes pero sin parecer mandonas, y eso crea una doble exigencia que no se le impone a los hombres. Considero que una de las trampas más grandes es que, cuando una mujer asume un rol de liderazgo, muchas veces se juzga más por su forma que por sus resultados. Gracias por visibilizar estos desafíos, creo que es fundamental seguir hablando de esto para que el liderazgo femenino no solo sea aceptado, sino valorado por su impacto real.
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